sábado, 17 de septiembre de 2022

LA INJERENCIA VOLUNTARIA EN LOS ASUNTOS DE OTROS


El Apóstol reprueba severamente “la injerencia en los asuntos de otros, como siendo completamente incompatible con el nuevo entendimiento de la Nueva Creación (1 Timoteo. 5:13; 1 Pedro. 4:15). Un importuno es aquel que se ocupa de los asuntos de otros mientras que, regularmente, no tiene nada que ver allí. Aun los “niños de este siglo” son bastante sagaces en su generación para discernir que, en el corto espacio de tiempo que dura la vida, una persona que tiene bastante sentido común tiene lo suficiente para ocuparse convenientemente de sus propios asuntos; que si ella debiera ocuparse suficientemente de los asuntos de otros para poder aconsejarles con toda competencia y meterse en sus intereses, ella debería seguramente descuidar en cierta medida sus propios asuntos. Con mayor razón, las Nuevas Criaturas, engendradas del espíritu de dominio propio por el Señor, deberían darse cuenta de esta verdad, y además discernir que ellas tienen menos tiempo ahora que el mundo para meterse en los asuntos de otros, su tiempo no les pertenece más, a causa de su plena consagración al Señor, y a su servicio, su tiempo, su talento, su influencia, su todo.

 

Estas Nuevas Criaturas, aun si faltan de un sentido común natural respecto a este tema, serán forzadas a seguir el buen camino por las exhortaciones de las Escrituras y dándose cuenta de que el tiempo es corto para poder cumplir el sacrificio de su pacto. Ellas también deberían darse cuenta de que la Regla de oro, la ley de la Nueva Creación, prohíbe todo lo que tiene relación con la injerencia. Es cierto que no les gustaría si otros se inmiscuyeran en sus asuntos; también ellas deberían ocuparse de hacer a otros lo que quisieran que se hiciera a su consideración. Sin embargo, el Apóstol se daba cuenta que lo contrario de esto es el espíritu general del mundo, y, en consecuencia, aconseja a los santos estudiar, poner en práctica y aprender todas las enseñanzas relacionadas con esta cuestión. Él declara: “Procuréis tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros negocios.”1 Tesalonicenses. 4:11.


Esta disposición natural de preocuparse de los asuntos de otros, y de prestar la mano para corregirles y de quitar la paja del ojo de un hermano omitiendo quitar la viga del suyo, así como Jesús dio un ejemplo (Mateo. 7:3-5), aflige a veces la Nueva Criatura y de una forma particular. La Nueva Criatura se imagina que es su “deber” de aconsejar, de criticar, de investigar, de reprender, de censurar. Girando la pregunta en todo sentido, ella se persuade que sería un pecado si no actuara así, y es de esta manera que se hace lo que podríamos llamar un importuno consciente, un “metomentodo o entrometido”, alguien cuya indiscreción se hiciera doblemente manifiesta y agresiva por una conciencia mal informada y mal dirigida. Estas personas, a menudo de buena gente sincera, Nuevas Criaturas verdaderas, son molestadas por este defecto en todo lo que tratan de hacer en el servicio del Señor. Cada uno debería tomarse en mano y aprender a dar cumplimiento a las reglas de justicia y de amor ya señaladas. Debería educar su conciencia para poder distinguir entre el amor fraternal y la injerencia en los asuntos de otros; según lo que hemos podido observar, habría para la mayoría de los hijos de Dios, tanto como para el mundo, mucho menos reprimendas, reproches, críticas y reprobaciones si uno llegara a apreciar las reglas de justicia y de amor como las encontramos asociadas en la Regla de oro, y si uno las aplicara en los asuntos de la vida y en las relaciones entre individuos.

 

Es prudente, cuando una cuestión parece corresponder a este tema, de preguntarse: ¿Acaso es asunto mío? En nuestras relaciones con el mundo, encontraremos en general después de un examen atento que no nos incumbe sermonearlo o censurarlo o reprenderlo. Hemos sido llamados por el Señor y apartamos la vista del camino del mundo para seguir al camino angosto: he aquí lo que nos concierne. Deberíamos desear que el mundo nos dejara tranquilos con el fin de que podamos seguir al Señor, y recíprocamente, deberíamos dejar al mundo ocuparse de sus asuntos, dirigiéndonos y dirigiendo nuestro mensaje del Evangelio sólo a aquel que “tiene oído para oír”. No habiendo sido llamado por el Señor y no habiendo tomado el “camino angosto”, el mundo tiene el derecho de exigir que no nos metamos en sus asuntos, como nosotros mismos lo exijamos de otros por los nuestros. Esto no impedirá brillar nuestra luz, y de esta manera nosotros ejercemos de manera indirecta una influencia continua sobre el mundo, aun si no nos metemos en los asuntos de otros por la reprimenda o de una manera muy diferente. Desde luego, si se trata de un asunto comercial en el cual tenemos interés, esto no es ingerirnos en los asuntos de otros que de interesarnos por eso ya que son los nuestros. No es tampoco para los padres ingerirse en los asuntos de otro que de entender y dirigir lo que concierne a todos los intereses de la familia y del hogar. Sin embargo, aun en ese caso, deberíamos tener en cuenta los derechos personales de cada uno de los miembros de la familia y respetarlos. El marido y padre, cuya autoridad como el jefe de la familia se reconoce, debería usar esta autoridad con una moderación afectuosa y una consideración sabia. Él debería tener en cuenta la personalidad de su mujer, sus gustos y sus preferencias, y puesto que ella es su representante ella debería recibir plenos poderes y plena autoridad en su dominio especial de ama de casa y de guardiana del hogar; en ausencia de su marido, ella es la que debería representar  plenamente su autoridad sobre todo lo que concierne los asuntos de la familia. También se debería conceder a los hijos, según su edad, una medida razonable de independencia y de libertad en sus asuntos, los padres ejerciendo simplemente su autoridad y su vigilancia sólo cuando se trataría del orden y del bienestar en la casa, y del desarrollo conveniente mental, moral y físico de sus miembros. Se debería enseñar temprano a los hijos de no criticar uno al otro, de no meterse en los asuntos de sus hermanos y hermanas, sino de respetar los derechos de los demás y que se portan entre sí con bondad y generosidad según la Regla de oro.

 

Este consejo contra la injerencia no es más importante en ninguna otra parte que en la Iglesia. Por la Palabra tanto como por el precepto y por el ejemplo de los ancianos, los hermanos deberían aprender rápidamente que no está conforme a la voluntad de Dios de meterse en los asuntos del otro ni de disputarse uno con el otro, sino que aquí como en otra parte, la regla divina es de rigor: “Que a nadie difamen.” La injerencia en los asuntos de otros (las reflexiones y las conversaciones respecto a los asuntos personales de los demás que no nos conciernen) lleva a la maledicencia y a la denigración, y engendra la cólera, la malicia, el odio, las contiendas y diversas obras de la carne y del diablo como señaló el Apóstol (Colosenses. 3:5-10). Es a menudo de esta manera que se siembra pequeñas semillas de maledicencia y que se desarrollan grandes raíces de amargura que manchan a numerosas personas. Todos los que poseen el nuevo entendimiento (“mind”) reconocen seguramente el efecto pernicioso de este mal, y todos deberían ser modelos en su hogar y en su vecindario. El espíritu (o entendimiento) mundano puede comprender muy bien que el homicidio y el robo son malas acciones, pero hace falta una concepción más elevada de la justicia para apreciar el espíritu de la Ley divina que considera la calumnia como un asesinato de carácter y el hecho de empañar el buen nombre de alguien como robo. Los que tienen el espíritu del mundo captan el asunto hasta cierto punto, y sus sentimientos se encuentran expresados por el poeta:

“El que me roba la bolsa me roba una cosa de nada; pero el que me roba la reputación, roba lo que no le enriquece, sino que me empobrece en verdad.”

 

 

BENDECIR A DIOS Y MALDECIR A LOS HOMBRES

 

¡No es asombroso que el apóstol Santiago califique la lengua como un miembro que no se puede reprimir, lleno de veneno mortal! ¡No es asombroso que él declare que ella es el miembro de nuestro cuerpo más difícil de gobernar! ¡No es asombroso que él diga que ella inflame la rueda de la creación!  (Santiago 3). ¿Quién no ha tenido experiencias de esta índole? ¿Quién no sabe que por lo menos la mitad de las dificultades de la vida se debe a lenguas irreprimibles; que las palabras irreflexivas e impetuosas han provocado guerras que costaron sumas enormes y centenas de millares de vidas humanas; que son también la causa de la mitad de los pleitos, y de más de la mitad de las disputas familiares que han afectado nuestra raza durante los últimos seis mil años? Hablando de la lengua, el Apóstol declara: “Con ella bendecimos [alabamos] al Dios y Padre, y con ella maldecimos [injuriamos, difamamos, manchamos] a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios... Hermanos míos, esto no debe ser así” (versículos 9, 10). El cristiano que ha alcanzado simplemente el punto de no robar a su prójimo ni de matarle, pero que le ataca con su lengua (hiriendo o matando o robando su reputación, su buen nombre) es un cristiano que ha hecho muy poco progreso en el camino recto y todavía se encuentra muy lejos de poseer la condición requerida para entrar en el Reino de los cielos.

 

Nadie ignora cuán difícil es dominar la lengua, aun después de haberse dado cuenta de su mala disposición en nuestra naturaleza caída. Es por eso que llamamos la atención al único método conveniente para poner un freno en la lengua o para dominarla, a saber: por el corazón. La Palabra inspirada declara que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Esta verdad admitida implica que si sentimos una gran dificultad en dominar nuestra lengua, es que nuestro corazón está lejos de estar en buenas disposiciones; y que, en la medida en que nuestro corazón sea recto, tendremos tan poca dificultad en gobernar nuestra lengua. Los labios que hablan constantemente de otros con desprecio, manifiestan la condición de un corazón orgulloso, altivo, dominador y suficiente. Los labios que, continuamente, hablan mal de otros, o sea de manera directa o sea por insinuación, manifiestan que el corazón que los hace actuar no es puro, no está lleno del espíritu de amor del Señor, porque “El amor no hace mal al prójimo”, aun en pensamiento. Él “no piensa el mal.” Él no se permitiría sospechar el mal en su prójimo. Él le concederá el beneficio de toda duda, y presumirá en cambio el bien que el mal.

 

El amor de sí ordinariamente es bastante fuerte entre todos los humanos para impedir la lengua de proferir palabras contra sí mismo. El verdadero amor, desinteresado, que amara al prójimo como a sí mismo, tendría tanta repugnancia a hablar contra su prójimo o contra su hermano, o hasta hacer una reflexión en su conducta, que él mismo tendría para actuar así contra sí mismo. Conque, de cualquier lado que examináramos este tema, vemos que lo que importa ante todo para la Nueva Creación, es de alcanzar el amor perfecto en nuestro corazón. Con respecto a Dios, él nos estimulará a más celo, energía y abnegación colaborando en el servicio divino, el servicio de la Verdad; y con respecto a los hombres, él nos estimularía no sólo a actuar con justicia y afecto, sino que a pensar y a hablar amablemente de todos en toda la medida posible. Tal es el Espíritu Santo por el cual nuestro Redentor nos enseñó a orar y a propósito del cual él declaró que nuestro Padre celestial estaba más dispuesto a concedernos que los padres terrestres lo son para dar cosas buenas a sus hijos; la sinceridad que se aporta en nuestras oraciones para obtener este espíritu de santidad, este espíritu de amor, implica un deseo ardiente y grandes esfuerzos para que, en nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos, el amor pueda difundirse por todos los medios de nuestra existencia. Así es como seremos los hijos de nuestro Padre que está en los cielos, y así es como seremos considerados dignos de su amor y de las cosas preciosas que él ha prometido y tiene reservadas para los que le amen.  F583

Estudios de Las Escrituras, Tomo 6 “La Nueva Creación”  (Español) Estudio XIV paginas 597- 602


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jueves, 15 de septiembre de 2022

LA COSTUMBRE DEL DIEZMO


 

En los tratos de Dios con "Israel según la carne", parte de su ley era diezmar. El diezmo significa una décima parte, y todos los israelitas fueron así gravados con una décima parte de sus ingresos anuales para el apoyo de su gobierno religioso, etc.

Al ver el inmenso y constante flujo de riqueza que proporciona tal sistema de impuestos, se produjeron diversas imitaciones de esta costumbre judía entre los pueblos religiosos posteriores. En todos los países en los que la Iglesia Católica Romana ejerce el control político, exige diezmos. Varias denominaciones de protestantes, sin insistir en la décima, se refieren sin embargo a menudo a los diezmos judíos, y sin decir que la misma ley se impone a sus seguidores, ciertamente dan a menudo esta impresión a sus oyentes.

El diezmo es probablemente el secreto del éxito de los mormones y de los "adventistas del séptimo día". El flujo constante de dinero en sus arcas -una décima parte de los ingresos de todos sus miembros- les permite continuar con su labor de proselitismo a lo largo y ancho del mundo, pagar los salarios y los gastos de viaje de muchos misioneros, y dedicar talentos a la escritura y la publicación que, de otro modo, permanecerían inactivos.

 ¿Pero qué? ¿Estamos sujetos a esta ley del diezmo? ¡No, en efecto! "Ya no están bajo la ley, sino bajo la gracia" (Romanos. 6:14 NVI). El diezmo, como todas las demás características de la ley, fue dado, no a las "nuevas criaturas en Cristo Jesús" de esta era evangélica, sino a los judíos, que, como niños menores, estaban bajo leyes arbitrarias y fijas, y no bajo la gracia. (Véase Gálatas. 4:1-7.) Pero, ¿qué significa estar bajo la gracia en lo que respecta a nuestras donaciones para la obra del Señor? No significa que necesitemos el dinero menos que antes, ni que la gracia de Dios vaya a proporcionar el dinero de forma diferente y milagrosa. Significa simplemente que ya no estáis atados u obligados por el mandamiento a dar la décima parte de vuestros ingresos, sino que sois libres a este respecto, de modo que vuestros corazones agradecidos pueden encontrar la ocasión de mostrar su amor y gratitud al Señor mediante la liberalidad, incluso a costa de la abnegación. Tal es la gracia o libertad que se nos da como hijos maduros de Dios, más allá de la condición de siervo o hijo de la dispensación anterior.

¿Es esto, nuestra libertad, una razón para dedicar menos de la décima parte al servicio del Señor, porque Él no nos manda, sino que nos deja libres para actuar por nosotros mismos bajo la influencia del amor a la verdad? ¿No sería el mandamiento, en general, lo menos razonable? y dar esa proporción de nuestros ingresos, como el judío tenía el privilegio de dar, a su gusto, mucho más que el diezmo.

En esto como en todos los aspectos de la Ley dada a Israel, encontramos que la letra de la misma, como ellos la entendían, es inferior a lo que sería nuestro servicio razonable bajo la gracia. Cuando el hermano Adamson se reunió con nosotros, después de haber visto algunos aspectos de la verdad y de haberse familiarizado con ella, llamamos su atención sobre la doctrina bíblica de la plena consagración, y él, suponiendo que estábamos aludiendo a cuestiones de dinero, respondió de inmediato: "Durante años he dado la décima parte de mis ingresos en el servicio del Señor. Admiramos y nos gustó la seriedad de esto, y se lo dijimos, pero al mismo tiempo le señalamos que la décima parte era sólo la medida o el límite impuesto al pueblo de Dios bajo la ley en los días de los siervos. El hermano Adamson  se sorprendió de que alguien pensara que una décima parte era demasiado poco, sabiendo bien, como todos nosotros, que pocas personas dan un cuarto de la décima parte de sus ingresos. Sin embargo, cuando le indicamos que la consagración completa significa diez décimas, la totalidad, lo entendió inmediatamente y comenzó a hacerlo. Ahora ve con nosotros que la plena consagración de todo lo que poseemos - tiempo, talentos, dinero, todo - es nuestro "SERVICIO RAZONABLE". Desde entonces, considera que todo lo que posee está totalmente y para siempre entregado al Señor, y se ha nombrado administrador o ejecutor de Dios para utilizarlo todo, según su capacidad, para gloria y honor de Aquel que nos ha llamado de las tinieblas a esta maravillosa luz. El Hermano Adamson ahora hace con su fuerza lo que sus manos encuentran para hacer.

Así pues, corresponde a cada uno de los que se han presentado plena y enteramente a Dios, "un sacrificio vivo", considerar cómo pueden hacer el uso más completo y eficaz de todo lo que poseen en el gran servicio al que lo han consagrado. Éstos, pues, no pueden decidir su conducta según sus gustos o disgustos, sus temores, sus preferencias o sus conveniencias; son sus propias preferencias a las que han aceptado renunciar, sus propias voluntades las que han aceptado ignorar y considerar muertas; éste es el "sacrificio vivo" (Romanos. 12:1 NVI), que todos los verdaderos consagrados han puesto sobre el altar de Dios, para ser consumido en el servicio de Dios, un sacrificio de sabor agradable. Es bueno que cada persona consagrada examine cuidadosamente su propio corazón, y se pregunte si se sirve a sí mismo o a Dios, si es un sacrificio vivo para Dios, o para los negocios, la familia, la sociedad, o peor, para el egoísmo y la indolencia.

Incluso aparte de nuestro pacto de consagración total al servicio del Señor, deberíamos hacer de buena gana y de corazón, si es posible, diez veces más en el servicio de la verdad, por amor, que lo que hemos hecho por miedo, en el servicio del error. Mucho más, mirando hacia atrás y recordando lo que hemos hecho involuntariamente en años pasados para difundir el error, para atar y cegar a los hijos de Dios, y para deshonrar y distorsionar el plan y el carácter de nuestro Padre celestial, deberíamos, recordando que "el tiempo es corto", hacer todo lo posible para reparar al menos el mal que hemos ayudado a hacer, para que tal vez, cuando llegue el momento de rendir cuentas, podamos ver, al revisar nuestras obras, que no hemos deshonrado a nuestro Señor más que honrarlo.

Sois sus siervos a los que servís, es una verdad evidente. Así vemos que durante mucho tiempo, aunque fuéramos honestos y creyéramos sinceramente, como Pablo, que estábamos haciendo un servicio a Dios, en realidad éramos, en cierta medida, siervos del diablo, difundiendo el error, oponiéndonos ignorantemente a la verdad y deshonrando a Dios y a su Palabra. Oh, qué contentos deberíamos estar de no haber muerto luchando contra Dios ignorantemente y blasfemando Su santo nombre (distorsionando Su carácter y plan), y ayudando a enseñar a otros a blasfemar de esta manera. Dios sabe que lo hicimos por ignorancia, y nos habría aceptado por medio de nuestro querido Redentor; pero, oh, qué avergonzados y confusos nos habríamos sentido, al descubrir que la vida había sido más que desperdiciada, al oponernos a Aquel a quien amábamos y buscábamos servir. Véase 1 Corintios. 3:14,15.

Pero, gracias a Dios, aunque "el tiempo es corto", nos es muy favorable, pues no sólo podemos enmendar gran parte de nuestros errores pasados, sino, además, hacer algo más: hacer algo para honrar al Señor, hacer algo bueno y aceptable sobre el fundamento correcto, una obra que permanecerá y que nuestro Señor reconocerá y recompensará, diciendo: "Bien hecho, siervo bueno y fiel, entra en los gozos de tu Señor." Sí, ahora es el mejor momento, y esto debería animarnos. En el pasado, nuestros esfuerzos y el gasto de tiempo y dinero al servicio del error han dado escasos resultados en comparación con lo que el mismo tiempo, talento y dinero utilizados ahora, respaldados por la verdad y el amor a ella, harán.

Esto debería animarnos a todos, y el tiempo, el talento y el dinero deberían gastarse como nunca antes en la difusión de la verdad: escribiendo cartas, hablando, preparando, traduciendo, imprimiendo, prestando, etc., material de lectura; y de todas las maneras levantando la verdad, el estandarte del Señor ante el pueblo - Isaías. 62:10.

Nos complace observar los sentimientos de algunos hermanos y hermanas que piensan que el año 1888 será de mayor esfuerzo en el servicio del Maestro, en el servicio de la verdad, que cualquier año anterior. Decimos ¡Amén! y esperamos que éste sea el sentimiento de todos los santos, los consagrados. Pedimos a Dios que nos conceda a cada uno la gracia de superar el egoísmo y la pequeñez de nuestros "vasos de barro", para que nuestras ambiciones, esperanzas y afectos se eleven de las cosas terrenales, que nos hacen arrastrarnos, a las celestiales prometidas a los que son fieles hasta el final de la carrera de la vida. ¿Cuántos disfrutarán del privilegio de acumular honores y tesoros en el cielo a costa de los tesoros, comodidades y honores terrenales? Unos pocos - los "vencedores", que se deleitan en hacer la voluntad de Dios y que consideran todas las cosas terrenales como pérdida y escoria por la excelencia del conocimiento de Jesucristo nuestro Señor.

Pregúntense ustedes, que han probado "la buena palabra de Dios", ¿cuánto mejor es ésta que el error que antes sustituía el amor y la esperanza por el miedo, y que, en lugar de la verdadera fe, daba una credulidad ignorante, irracional, insatisfactoria y ciega? ¿Cuánto (tratando de poner un valor monetario a lo que es más precioso que los rubíes - o más bien el oro fino) - cuánto más vale la verdad que el error que tenías antes? Has pagado con creces el error, todos lo sabemos. Si no ha dedicado horas de tiempo y pensamiento a preparar y asistir a ferias de sectas, cenas, reuniones sociales, fiestas y similares, al menos ha dedicado tiempo a escuchar la predicación del error, y dinero a pagar esa predicación, en su país y en el extranjero. Se puede estimar que si usted fuera miembro de una de las sectas de la "cristiandad", en regla, le costaría no menos de cinco horas de tiempo (incluyendo el tiempo para vestirse, etc.) y de quince centavos a un dólar en dinero cada semana. (Incluimos en este cálculo la colecta habitual que se realiza en cada culto dominical, más las colectas especiales para las misiones domésticas y extranjeras, y para las sociedades bíblicas y de tratados, así como el alquiler de bancos y los gastos de ferias y actos sociales). Este es un cálculo muy conservador, muchos dan cinco veces más horas y diez veces más dinero, pero esta estimación conservadora muestra que el error, la ceguera y el miedo le cuestan, en cincuenta y dos semanas al año, 260 horas de tiempo y entre 7,80 y 52 dólares al año en dinero.

Ahora pregúntate y responde a las siguientes preguntas: ¿Cuánto vale la verdad más que el error? Y ¿cuánto tiempo y dinero estoy gastando para difundir la verdad en mi propio corazón y en el de los demás? Si no estás satisfecho con tu forma de actuar según tus propios cálculos, empieza inmediatamente a mostrar al Señor, a ti mismo y a tu familia cuánto valoras la verdad por encima del error. Actúe ahora, porque "el tiempo es corto".

Damos por sentado, por supuesto, que has dejado de dedicar tu tiempo, tus talentos y tu dinero a la propagación de lo que ahora consideras un error, pero que en su momento, a la manera de Pablo, "pensaste en verdad que estabas al servicio de Dios". Sin duda, Dios aceptó tu buena intención cuando estabas cegado por el error, pero ahora ves, y ahora eres responsable como administrador de las bendiciones de Dios - tiempo, talento, dinero, etc. - y no puedes desperdiciarlas. - y no puedes malgastarlos en ti mismo, ni utilizarlos para difundir el error, sin tener que declararte culpable, a su debido tiempo, como siervo infiel. Tenemos mucha luz, y debemos recordar que "donde se da mucho, se exige mucho".

Por lo tanto, en lugar de estar dispuestos a transferir simplemente la misma cantidad de dinero, tiempo e influencia de la propagación del error a la propagación de la verdad, todos deberíamos sentir como a veces cantamos

"La verdad, ¡qué precioso tesoro!

Enséñanos, Señor, lo que vale la pena saber".   [R1028]

 

 

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miércoles, 14 de septiembre de 2022

PONDERAR BIEN. SE MANTIENEN O CAEN JUNTOS

 



-Admitir la justicia de Dios es admitir el juicio justo del hombre, y la justicia de la sentencia pronunciada, la destrucción.

-Admitir la justicia de la pena, y la inmutabilidad del carácter de Dios, es admitir que la pena no puede ser anulada ni condonada.

-Admitir que la pena no puede ser condonada es admitir que el hombre nunca podrá liberarse de ella, o que un rescate [un precio correspondiente] es su única esperanza.

-Admitir que el rescate fue pagado por la muerte de Jesús es admitir que la pena fue la muerte, y que la restitución está asegurada.

-Admitir que Dios y sus justas leyes no cambian es admitir que el hombre, cuando sea totalmente restaurado, estará sujeto a las mismas leyes de nuevo, con la misma bendición por la obediencia (vida), o el mismo castigo por la desobediencia (muerte), lo que sería la "segunda muerte" para él.

-Admitir que la ley de Dios fue justa, que la prueba del hombre fue completa y justa al principio, que esta ley y su autor son los mismos para siempre, y que el hombre volverá a su estado anterior, es admitir que la misma ley pondrá a prueba al hombre restaurado, y que su voluntad será tan libre como al principio para elegir la obediencia y la vida, o la desobediencia y la muerte segunda; y que la única diferencia será la experiencia sufrida en la existencia presente.

Admitir el rescate y su necesidad, y que el HOMBRE Jesucristo fue ese rescate, es admitir que ya no es un hombre, a menos que retire el precio que pagó por nuestra curación, lo que impediría la curación del hombre de la muerte.

-Admitir que Jesús fue altamente exaltado en su resurrección a la imagen expresa de la persona del Padre, que fue hecho "Espíritu vivificante" en su resurrección -exaltado a un cuerpo espiritual- y que su conducta después de su resurrección, y su aparición a Pablo, que lo vio "tal como es", eran completamente diferentes de la naturaleza o apariencia humana, es admitir que no recuperó el precio de rescate fijado, sino que fue hecho mejor que los ángeles en su resurrección, ya que había sido hecho un poco más bajo que los ángeles al hacerse hombre. –Hebreos. 1:4 y 2:7,9.

-Admitir que la verdadera Iglesia evangélica de los vencedores es llamada "el cuerpo", "la esposa" de Cristo, y que es llamada y seleccionada o elegida de entre todo el mundo en virtud de las "promesas celestiales" de ser hechos "partícipes de la naturaleza divina", como y con su Señor y Cabeza, es admitir que estas promesas no son para todos, sino exclusivamente para la clase llamada, y ninguna otra.

-Admitir que una "casa de siervos" de Dios ha sido seleccionada antes de este "llamado celestial" a la "naturaleza divina", y que se les han prometido cosas no celestiales sino terrenales, es admitir que son elegidos o seleccionados para algún buen propósito en el plan divino, pero no para el mismo propósito que la Iglesia, ni bajo las mismas condiciones.

Admitir que el plan de Dios es un gran conjunto armonioso, coherente en todas sus partes, es admitir todas estas proposiciones, y decir que Dios, en la obra de restaurar el mundo, y en dar a cada uno su prueba individual para la vida eterna, tiene la intención de utilizar las dos clases elegidas mientras tanto, como la "semilla" terrenal y celestial, en la que todas las familias de la tierra han de ser bendecidas. R856

 

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lunes, 12 de septiembre de 2022

UN LUGAR DE SEPULTURA PARA SARA (Génesis 23:1-20)

 



Versículo Clave: “Y [Abraham] habló con ellos, diciendo: Si tenéis voluntad que yo sepulte mi muerto de delante de mí, oídme, é interceded por mí con Ephrón, hijo de Zohar, Para que me dé la cueva de Macpela, que tiene al cabo de su heredad: que por su justo precio me la dé, para posesión de sepultura en medio de vosotros.” (Génesis 23:8,9)

 

LA FE DE ABRAHAM ES  un tema central en el plan de Dios. Durante toda su vida y sus varias demostraciones de fe, Sara estaba al lado de Abraham. Por lo tanto, Jehová cambió sus nombres originales, Abram y Sarai a otros nuevos acordes con su fidelidad. “Y no se llamará más tu nombre Abram, sino que será tu nombre Abraham, porque te he puesto por padre de muchedumbre de gentes. Y multiplicarte  he mucho en gran manera, y te pondré en gentes, y reyes saldrán de ti. …Dijo también Dios a Abraham: A Sarai tu mujer no la llamarás Sarai, mas Sara será su nombre. Y bendecirla he, y también te daré de ella hijo; sí, la bendeciré, y vendrá a ser madre de naciones; reyes de pueblos serán de ella.”—Génesis. 17:5, 6, 15,16

 

Este testimonio del Todopoderoso dice mucho sobre el carácter de estos dos cimientos de una gran nación. “¡Escúchenme, todos los que tienen esperanza de ser liberados, todos los que buscan al SEÑOR! Consideren la piedra de la que fueron tallados, la cantera de la que fueron extraídos. Sí, piensen en Abraham, su antepasado, y en Sara, que dio a luz a su nación. Cuando llamé a Abraham, era un solo hombre; pero, cuando lo bendije, se convirtió en una gran nación.”—Isaías. 51:1,2, Nueva Traducción Viviente

 

El apóstol Pablo declara que somos hijos espirituales de Abraham si tenemos una fe tan fuerte como la de él: “Aquel, pues, que os suministra el Espíritu y hace milagros  entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por el oír con fe?, Así Abraham creyó a Dios y le fue contado como justicia. Por consiguiente, sabed que los que son de fe, estos son hijos de Abraham.”—Gálatas. 3:5-7 Versión Estándar en Inglés

 

Unos de los últimos actos de fe de Abraham se muestran en la lección de hoy al adquirir un lugar de sepultura para Sara. Leemos sobre su respetuosa negociación con los hititas: “Entre ustedes yo soy un extranjero; no obstante, quiero pedirles que me vendan un sepulcro para enterrar a mi esposa. Los hititas le respondieron: Escúchenos, señor; usted es un príncipe poderoso entre nosotros. Sepulte a su esposa en el mejor de nuestros sepulcros. Ninguno de nosotros le negará su tumba para que pueda sepultar a su esposa.”—Génesis. 23:4-6, Nueva Versión Internacional

Aquí había dos pruebas de la fe de Abraham: una apelación al orgullo como príncipe poderoso y una oferta de la más selecta de las tumbas de los hititas sin costo alguno. Incluso aunque Dios dijo que él y sus descendientes recibirían toda la tierra, él no la tomó a la fuerza. Honorablemente, Abraham compró, a precio completo, la cueva de Macpela, que sería el lugar de enterramiento de Abraham, Sara, Isaac, Rebeca, Jacob y Lea. (Génesis. 49:29-32) De esta forma, en una cueva se encuentran los precursores de la “semilla” que bendecirá a toda la humanidad en el reino mesiánico. —Gálatas. 3:16,26-29

 

 

ESTUDIOS INTERNACIONALES DE LA BIBLIA

http://www.dawnbible.com/es/2022/2201ib-3.htm

 

 

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