El Apóstol reprueba severamente “la injerencia en los asuntos de otros”, como
siendo completamente incompatible con el nuevo entendimiento de la Nueva
Creación (1 Timoteo.
5:13; 1 Pedro. 4:15). Un
importuno es aquel que se ocupa de los asuntos de otros mientras que,
regularmente, no tiene nada que ver allí. Aun los “niños de este siglo” son
bastante sagaces en su generación para discernir que, en el corto espacio de
tiempo que dura la vida, una persona que tiene bastante sentido común tiene lo
suficiente para ocuparse convenientemente de sus propios asuntos; que si ella
debiera ocuparse suficientemente de los asuntos de otros para poder
aconsejarles con toda competencia y meterse en sus intereses, ella debería
seguramente descuidar en cierta medida sus propios asuntos. Con mayor razón,
las Nuevas Criaturas, engendradas del espíritu de dominio propio por el Señor,
deberían darse cuenta de esta verdad, y además discernir
que ellas tienen menos tiempo
ahora que el mundo para meterse en los asuntos
de otros, su tiempo
no les pertenece más, a causa de su plena consagración al Señor, y a su
servicio,
su tiempo, su talento, su influencia, su todo.
Estas Nuevas Criaturas,
aun si faltan de un sentido común natural respecto a este tema, serán forzadas
a seguir el buen camino por las exhortaciones de las Escrituras y dándose cuenta de
que el tiempo es corto para poder cumplir el sacrificio de su pacto. Ellas
también deberían darse cuenta de que la Regla de oro, la ley de la Nueva
Creación, prohíbe todo lo que tiene relación con la injerencia. Es cierto que no les gustaría si otros se
inmiscuyeran en sus asuntos; también
ellas deberían ocuparse de hacer a otros lo que
quisieran que se hiciera a su consideración. Sin embargo, el Apóstol se daba
cuenta que lo contrario de esto es el espíritu general del mundo, y, en
consecuencia, aconseja a los santos estudiar, poner en práctica y aprender
todas las enseñanzas relacionadas con esta cuestión. Él declara: “Procuréis
tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros negocios.” —1 Tesalonicenses. 4:11.
Esta disposición natural
de preocuparse de los asuntos de otros, y de prestar la mano para corregirles y
de quitar la paja del ojo de un hermano omitiendo quitar la viga del suyo, así
como Jesús dio un ejemplo (Mateo. 7:3-5), aflige a veces la Nueva
Criatura y de una forma particular. La Nueva Criatura se imagina que es
su “deber” de
aconsejar, de criticar, de investigar, de reprender, de censurar. Girando la pregunta en todo sentido, ella se persuade que sería un pecado si no
actuara así, y es de esta manera que se hace
lo que podríamos llamar un importuno consciente, un “metomentodo
o entrometido”, alguien cuya indiscreción se hiciera
doblemente manifiesta y agresiva por una conciencia mal informada y mal
dirigida. Estas personas, a menudo de buena gente sincera, Nuevas Criaturas
verdaderas, son molestadas por este defecto en todo lo que tratan de hacer en
el servicio del Señor. Cada uno debería tomarse en mano y aprender a dar
cumplimiento a las reglas de justicia y de
amor ya señaladas. Debería educar su conciencia para poder distinguir entre el
amor fraternal y la injerencia en los asuntos de otros; según lo que hemos
podido observar, habría para la mayoría de los hijos de Dios, tanto como para el mundo, mucho menos
reprimendas, reproches, críticas y reprobaciones si uno llegara a apreciar las
reglas de justicia y de amor como las encontramos asociadas en la Regla de oro,
y si uno las aplicara en los asuntos de la vida y en las relaciones entre
individuos.
Es prudente, cuando una
cuestión parece corresponder a este tema, de preguntarse: ¿Acaso es
asunto mío? En nuestras relaciones
con el mundo, encontraremos en general después de un examen atento que no nos
incumbe sermonearlo o censurarlo o reprenderlo. Hemos sido llamados por el
Señor y apartamos la vista del camino
del mundo para seguir al camino angosto: he aquí lo que nos concierne. Deberíamos desear que el mundo
nos dejara tranquilos con el fin de que podamos seguir al Señor, y
recíprocamente, deberíamos dejar al mundo ocuparse de sus asuntos,
dirigiéndonos y dirigiendo nuestro mensaje del Evangelio sólo a aquel que “tiene
oído para oír”. No habiendo sido llamado por el Señor y no habiendo tomado el “camino
angosto”,
el mundo tiene el derecho de exigir que no nos metamos en sus asuntos, como
nosotros mismos lo exijamos de otros por los nuestros. Esto no impedirá brillar
nuestra luz, y de esta manera nosotros ejercemos de manera indirecta una
influencia continua sobre el mundo, aun si no nos metemos en los asuntos de
otros por la reprimenda o de una manera muy diferente. Desde luego, si se trata de un asunto comercial en el cual
tenemos interés, esto no es ingerirnos en los asuntos de otros que de
interesarnos por eso ya que son los nuestros. No es tampoco para los padres
ingerirse en los asuntos de otro que de entender y dirigir lo que concierne a
todos los intereses de la familia y del hogar. Sin embargo, aun en ese caso,
deberíamos tener en cuenta los derechos personales de cada uno de los miembros
de la familia y respetarlos. El marido y padre, cuya autoridad como el jefe de
la familia se reconoce, debería usar esta autoridad con una moderación
afectuosa y una consideración sabia. Él debería tener en cuenta la personalidad
de su mujer, sus gustos y sus preferencias, y puesto que ella es su
representante ella debería recibir plenos poderes y plena autoridad en su dominio
especial de ama de casa y de guardiana del hogar; en ausencia de su marido,
ella es la que debería
representar plenamente su autoridad sobre todo lo que concierne los asuntos de la familia. También se debería conceder
a los hijos, según su edad, una
medida razonable de independencia y de libertad en sus asuntos, los padres
ejerciendo simplemente su autoridad y su vigilancia sólo cuando se trataría del
orden y del bienestar en la casa, y del desarrollo conveniente mental, moral y
físico de sus miembros. Se debería enseñar temprano a los hijos de no criticar
uno al otro, de no meterse en los asuntos de sus hermanos y hermanas, sino de
respetar los derechos de los demás y que se portan entre sí con bondad y
generosidad según la Regla de oro.
Este consejo contra la
injerencia no es más importante en ninguna otra parte que en la Iglesia. Por la
Palabra tanto como por el precepto y por el ejemplo de los ancianos, los
hermanos deberían aprender
rápidamente que no está conforme a la voluntad de Dios de meterse en los
asuntos del otro ni de disputarse uno con el
otro, sino que aquí como en otra parte, la regla divina
es de rigor: “Que a nadie difamen.”
La injerencia en los asuntos de otros (las reflexiones y las conversaciones
respecto a los asuntos personales de los demás que no nos conciernen) lleva a
la maledicencia y a la denigración, y engendra la cólera, la malicia, el odio,
las contiendas y diversas obras de la
carne y del diablo como señaló el Apóstol (Colosenses.
3:5-10). Es a menudo de esta manera que se siembra pequeñas
semillas de maledicencia y que se desarrollan grandes raíces de amargura que
manchan a numerosas personas. Todos los que poseen el nuevo entendimiento (“mind”)
reconocen seguramente el efecto pernicioso de este mal, y todos deberían ser
modelos en su hogar y en su vecindario. El espíritu (o entendimiento) mundano
puede comprender muy bien que el homicidio y el robo son malas acciones, pero
hace falta una concepción más elevada de la justicia para apreciar el espíritu
de la Ley divina que considera la calumnia como un asesinato de carácter y el hecho de empañar el buen
nombre de alguien como robo. Los que tienen el espíritu del mundo captan el
asunto hasta cierto punto, y sus sentimientos se encuentran expresados por el poeta:
“El que me roba la bolsa me roba una cosa de nada; pero el
que me roba la reputación, roba lo que no le enriquece, sino que me empobrece en verdad.”
BENDECIR A DIOS Y MALDECIR
A LOS HOMBRES
¡No es asombroso que el
apóstol Santiago califique la lengua como un miembro que no se puede reprimir,
lleno de veneno mortal! ¡No es asombroso
que él declare que ella es el
miembro de nuestro cuerpo más difícil de gobernar! ¡No es asombroso que él diga
que ella inflame la rueda de la creación! (Santiago
3). ¿Quién
no ha tenido experiencias de esta índole? ¿Quién no sabe que por lo menos la mitad de las dificultades de
la vida se debe a lenguas irreprimibles; que las palabras irreflexivas e
impetuosas han provocado guerras que costaron sumas enormes y centenas de
millares de vidas humanas; que son también
la causa de la mitad
de los pleitos, y de más de
la mitad de las disputas familiares que han afectado nuestra raza durante los
últimos seis mil años? Hablando de la lengua, el Apóstol declara: “Con
ella bendecimos [alabamos] al Dios y Padre, y con ella maldecimos [injuriamos,
difamamos, manchamos] a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios...
Hermanos míos, esto no debe ser así” (versículos 9, 10).
El cristiano que ha alcanzado simplemente el punto de no robar a su prójimo ni
de matarle, pero que le ataca con su lengua (hiriendo o matando o robando su
reputación, su buen nombre) es un cristiano que ha hecho muy poco progreso en
el camino recto y todavía se encuentra muy lejos de poseer la condición
requerida para entrar en el Reino de
los cielos.
Nadie ignora cuán difícil
es dominar la lengua, aun después de haberse dado cuenta de su mala disposición
en nuestra naturaleza caída. Es por eso que llamamos la atención al único
método conveniente para poner un freno en la lengua o para dominarla, a saber:
por el corazón. La Palabra inspirada declara
que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Esta verdad admitida implica que
si sentimos una gran dificultad en dominar nuestra lengua, es que nuestro corazón está lejos de estar en
buenas disposiciones; y que, en la medida
en que nuestro corazón sea recto,
tendremos tan poca dificultad en gobernar nuestra lengua. Los labios que hablan
constantemente de otros con desprecio, manifiestan la condición de un corazón
orgulloso, altivo, dominador y
suficiente. Los labios que, continuamente, hablan mal de otros, o sea de manera
directa o sea por insinuación, manifiestan que el corazón que los hace actuar
no es puro, no está lleno del espíritu de amor del Señor, porque “El
amor no hace mal al prójimo”, aun en pensamiento. Él “no piensa
el mal.” Él no se permitiría sospechar el mal en su prójimo. Él le concederá el
beneficio de toda duda, y presumirá en cambio el bien que el mal.
El amor de sí ordinariamente es bastante fuerte entre todos los humanos para impedir la lengua de proferir palabras contra sí mismo. El verdadero amor, desinteresado, que amara al prójimo como a sí mismo, tendría tanta repugnancia a hablar contra su prójimo o contra su hermano, o hasta hacer una reflexión en su conducta, que él mismo tendría para actuar así contra sí mismo. Conque, de cualquier lado que examináramos este tema, vemos que lo que importa ante todo para la Nueva Creación, es de alcanzar el amor perfecto en nuestro corazón. Con respecto a Dios, él nos estimulará a más celo, energía y abnegación colaborando en el servicio divino, el servicio de la Verdad; y con respecto a los hombres, él nos estimularía no sólo a actuar con justicia y afecto, sino que a pensar y a hablar amablemente de todos en toda la medida posible. Tal es el Espíritu Santo por el cual nuestro Redentor nos enseñó a orar y a propósito del cual él declaró que nuestro Padre celestial estaba más dispuesto a concedernos que los padres terrestres lo son para dar cosas buenas a sus hijos; la sinceridad que se aporta en nuestras oraciones para obtener este espíritu de santidad, este espíritu de amor, implica un deseo ardiente y grandes esfuerzos para que, en nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos, el amor pueda difundirse por todos los medios de nuestra existencia. Así es como seremos los hijos de nuestro Padre que está en los cielos, y así es como seremos considerados dignos de su amor y de las cosas preciosas que él ha prometido y tiene reservadas para los que le amen. F583
Estudios de Las Escrituras, Tomo
6 “La Nueva Creación” (Español) Estudio
XIV paginas 597- 602
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