sábado, 17 de septiembre de 2022

LA INJERENCIA VOLUNTARIA EN LOS ASUNTOS DE OTROS


El Apóstol reprueba severamente “la injerencia en los asuntos de otros, como siendo completamente incompatible con el nuevo entendimiento de la Nueva Creación (1 Timoteo. 5:13; 1 Pedro. 4:15). Un importuno es aquel que se ocupa de los asuntos de otros mientras que, regularmente, no tiene nada que ver allí. Aun los “niños de este siglo” son bastante sagaces en su generación para discernir que, en el corto espacio de tiempo que dura la vida, una persona que tiene bastante sentido común tiene lo suficiente para ocuparse convenientemente de sus propios asuntos; que si ella debiera ocuparse suficientemente de los asuntos de otros para poder aconsejarles con toda competencia y meterse en sus intereses, ella debería seguramente descuidar en cierta medida sus propios asuntos. Con mayor razón, las Nuevas Criaturas, engendradas del espíritu de dominio propio por el Señor, deberían darse cuenta de esta verdad, y además discernir que ellas tienen menos tiempo ahora que el mundo para meterse en los asuntos de otros, su tiempo no les pertenece más, a causa de su plena consagración al Señor, y a su servicio, su tiempo, su talento, su influencia, su todo.

 

Estas Nuevas Criaturas, aun si faltan de un sentido común natural respecto a este tema, serán forzadas a seguir el buen camino por las exhortaciones de las Escrituras y dándose cuenta de que el tiempo es corto para poder cumplir el sacrificio de su pacto. Ellas también deberían darse cuenta de que la Regla de oro, la ley de la Nueva Creación, prohíbe todo lo que tiene relación con la injerencia. Es cierto que no les gustaría si otros se inmiscuyeran en sus asuntos; también ellas deberían ocuparse de hacer a otros lo que quisieran que se hiciera a su consideración. Sin embargo, el Apóstol se daba cuenta que lo contrario de esto es el espíritu general del mundo, y, en consecuencia, aconseja a los santos estudiar, poner en práctica y aprender todas las enseñanzas relacionadas con esta cuestión. Él declara: “Procuréis tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros negocios.”1 Tesalonicenses. 4:11.


Esta disposición natural de preocuparse de los asuntos de otros, y de prestar la mano para corregirles y de quitar la paja del ojo de un hermano omitiendo quitar la viga del suyo, así como Jesús dio un ejemplo (Mateo. 7:3-5), aflige a veces la Nueva Criatura y de una forma particular. La Nueva Criatura se imagina que es su “deber” de aconsejar, de criticar, de investigar, de reprender, de censurar. Girando la pregunta en todo sentido, ella se persuade que sería un pecado si no actuara así, y es de esta manera que se hace lo que podríamos llamar un importuno consciente, un “metomentodo o entrometido”, alguien cuya indiscreción se hiciera doblemente manifiesta y agresiva por una conciencia mal informada y mal dirigida. Estas personas, a menudo de buena gente sincera, Nuevas Criaturas verdaderas, son molestadas por este defecto en todo lo que tratan de hacer en el servicio del Señor. Cada uno debería tomarse en mano y aprender a dar cumplimiento a las reglas de justicia y de amor ya señaladas. Debería educar su conciencia para poder distinguir entre el amor fraternal y la injerencia en los asuntos de otros; según lo que hemos podido observar, habría para la mayoría de los hijos de Dios, tanto como para el mundo, mucho menos reprimendas, reproches, críticas y reprobaciones si uno llegara a apreciar las reglas de justicia y de amor como las encontramos asociadas en la Regla de oro, y si uno las aplicara en los asuntos de la vida y en las relaciones entre individuos.

 

Es prudente, cuando una cuestión parece corresponder a este tema, de preguntarse: ¿Acaso es asunto mío? En nuestras relaciones con el mundo, encontraremos en general después de un examen atento que no nos incumbe sermonearlo o censurarlo o reprenderlo. Hemos sido llamados por el Señor y apartamos la vista del camino del mundo para seguir al camino angosto: he aquí lo que nos concierne. Deberíamos desear que el mundo nos dejara tranquilos con el fin de que podamos seguir al Señor, y recíprocamente, deberíamos dejar al mundo ocuparse de sus asuntos, dirigiéndonos y dirigiendo nuestro mensaje del Evangelio sólo a aquel que “tiene oído para oír”. No habiendo sido llamado por el Señor y no habiendo tomado el “camino angosto”, el mundo tiene el derecho de exigir que no nos metamos en sus asuntos, como nosotros mismos lo exijamos de otros por los nuestros. Esto no impedirá brillar nuestra luz, y de esta manera nosotros ejercemos de manera indirecta una influencia continua sobre el mundo, aun si no nos metemos en los asuntos de otros por la reprimenda o de una manera muy diferente. Desde luego, si se trata de un asunto comercial en el cual tenemos interés, esto no es ingerirnos en los asuntos de otros que de interesarnos por eso ya que son los nuestros. No es tampoco para los padres ingerirse en los asuntos de otro que de entender y dirigir lo que concierne a todos los intereses de la familia y del hogar. Sin embargo, aun en ese caso, deberíamos tener en cuenta los derechos personales de cada uno de los miembros de la familia y respetarlos. El marido y padre, cuya autoridad como el jefe de la familia se reconoce, debería usar esta autoridad con una moderación afectuosa y una consideración sabia. Él debería tener en cuenta la personalidad de su mujer, sus gustos y sus preferencias, y puesto que ella es su representante ella debería recibir plenos poderes y plena autoridad en su dominio especial de ama de casa y de guardiana del hogar; en ausencia de su marido, ella es la que debería representar  plenamente su autoridad sobre todo lo que concierne los asuntos de la familia. También se debería conceder a los hijos, según su edad, una medida razonable de independencia y de libertad en sus asuntos, los padres ejerciendo simplemente su autoridad y su vigilancia sólo cuando se trataría del orden y del bienestar en la casa, y del desarrollo conveniente mental, moral y físico de sus miembros. Se debería enseñar temprano a los hijos de no criticar uno al otro, de no meterse en los asuntos de sus hermanos y hermanas, sino de respetar los derechos de los demás y que se portan entre sí con bondad y generosidad según la Regla de oro.

 

Este consejo contra la injerencia no es más importante en ninguna otra parte que en la Iglesia. Por la Palabra tanto como por el precepto y por el ejemplo de los ancianos, los hermanos deberían aprender rápidamente que no está conforme a la voluntad de Dios de meterse en los asuntos del otro ni de disputarse uno con el otro, sino que aquí como en otra parte, la regla divina es de rigor: “Que a nadie difamen.” La injerencia en los asuntos de otros (las reflexiones y las conversaciones respecto a los asuntos personales de los demás que no nos conciernen) lleva a la maledicencia y a la denigración, y engendra la cólera, la malicia, el odio, las contiendas y diversas obras de la carne y del diablo como señaló el Apóstol (Colosenses. 3:5-10). Es a menudo de esta manera que se siembra pequeñas semillas de maledicencia y que se desarrollan grandes raíces de amargura que manchan a numerosas personas. Todos los que poseen el nuevo entendimiento (“mind”) reconocen seguramente el efecto pernicioso de este mal, y todos deberían ser modelos en su hogar y en su vecindario. El espíritu (o entendimiento) mundano puede comprender muy bien que el homicidio y el robo son malas acciones, pero hace falta una concepción más elevada de la justicia para apreciar el espíritu de la Ley divina que considera la calumnia como un asesinato de carácter y el hecho de empañar el buen nombre de alguien como robo. Los que tienen el espíritu del mundo captan el asunto hasta cierto punto, y sus sentimientos se encuentran expresados por el poeta:

“El que me roba la bolsa me roba una cosa de nada; pero el que me roba la reputación, roba lo que no le enriquece, sino que me empobrece en verdad.”

 

 

BENDECIR A DIOS Y MALDECIR A LOS HOMBRES

 

¡No es asombroso que el apóstol Santiago califique la lengua como un miembro que no se puede reprimir, lleno de veneno mortal! ¡No es asombroso que él declare que ella es el miembro de nuestro cuerpo más difícil de gobernar! ¡No es asombroso que él diga que ella inflame la rueda de la creación!  (Santiago 3). ¿Quién no ha tenido experiencias de esta índole? ¿Quién no sabe que por lo menos la mitad de las dificultades de la vida se debe a lenguas irreprimibles; que las palabras irreflexivas e impetuosas han provocado guerras que costaron sumas enormes y centenas de millares de vidas humanas; que son también la causa de la mitad de los pleitos, y de más de la mitad de las disputas familiares que han afectado nuestra raza durante los últimos seis mil años? Hablando de la lengua, el Apóstol declara: “Con ella bendecimos [alabamos] al Dios y Padre, y con ella maldecimos [injuriamos, difamamos, manchamos] a los hombres, que están hechos a la semejanza de Dios... Hermanos míos, esto no debe ser así” (versículos 9, 10). El cristiano que ha alcanzado simplemente el punto de no robar a su prójimo ni de matarle, pero que le ataca con su lengua (hiriendo o matando o robando su reputación, su buen nombre) es un cristiano que ha hecho muy poco progreso en el camino recto y todavía se encuentra muy lejos de poseer la condición requerida para entrar en el Reino de los cielos.

 

Nadie ignora cuán difícil es dominar la lengua, aun después de haberse dado cuenta de su mala disposición en nuestra naturaleza caída. Es por eso que llamamos la atención al único método conveniente para poner un freno en la lengua o para dominarla, a saber: por el corazón. La Palabra inspirada declara que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Esta verdad admitida implica que si sentimos una gran dificultad en dominar nuestra lengua, es que nuestro corazón está lejos de estar en buenas disposiciones; y que, en la medida en que nuestro corazón sea recto, tendremos tan poca dificultad en gobernar nuestra lengua. Los labios que hablan constantemente de otros con desprecio, manifiestan la condición de un corazón orgulloso, altivo, dominador y suficiente. Los labios que, continuamente, hablan mal de otros, o sea de manera directa o sea por insinuación, manifiestan que el corazón que los hace actuar no es puro, no está lleno del espíritu de amor del Señor, porque “El amor no hace mal al prójimo”, aun en pensamiento. Él “no piensa el mal.” Él no se permitiría sospechar el mal en su prójimo. Él le concederá el beneficio de toda duda, y presumirá en cambio el bien que el mal.

 

El amor de sí ordinariamente es bastante fuerte entre todos los humanos para impedir la lengua de proferir palabras contra sí mismo. El verdadero amor, desinteresado, que amara al prójimo como a sí mismo, tendría tanta repugnancia a hablar contra su prójimo o contra su hermano, o hasta hacer una reflexión en su conducta, que él mismo tendría para actuar así contra sí mismo. Conque, de cualquier lado que examináramos este tema, vemos que lo que importa ante todo para la Nueva Creación, es de alcanzar el amor perfecto en nuestro corazón. Con respecto a Dios, él nos estimulará a más celo, energía y abnegación colaborando en el servicio divino, el servicio de la Verdad; y con respecto a los hombres, él nos estimularía no sólo a actuar con justicia y afecto, sino que a pensar y a hablar amablemente de todos en toda la medida posible. Tal es el Espíritu Santo por el cual nuestro Redentor nos enseñó a orar y a propósito del cual él declaró que nuestro Padre celestial estaba más dispuesto a concedernos que los padres terrestres lo son para dar cosas buenas a sus hijos; la sinceridad que se aporta en nuestras oraciones para obtener este espíritu de santidad, este espíritu de amor, implica un deseo ardiente y grandes esfuerzos para que, en nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestros actos, el amor pueda difundirse por todos los medios de nuestra existencia. Así es como seremos los hijos de nuestro Padre que está en los cielos, y así es como seremos considerados dignos de su amor y de las cosas preciosas que él ha prometido y tiene reservadas para los que le amen.  F583

Estudios de Las Escrituras, Tomo 6 “La Nueva Creación”  (Español) Estudio XIV paginas 597- 602


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