SANTIAGO 2:14-23
"Te
mostraré mi fe por mis obras"
-Santiago 2:18
MUCHOS han supuesto un conflicto de
opinión entre las enseñanzas del apóstol Pablo y las enseñanzas de Santiago con
respecto a la fe y las obras. Sin embargo, nosotros sostenemos que, bien
entendidas, sus enseñanzas concuerdan plenamente. El Pacto de
la Ley judía era enfáticamente un pacto de obras, mientras que la base de
aceptación bajo el Nuevo Pacto es la fe. La ley decía, haz y vive; el
evangelio dice, cree y vive.
El
Apóstol Pablo, escribiendo a aquellos que conocían la ley y que habían sido
entrenados bajo ella para esperar la vida eterna como recompensa del fiel
cumplimiento de los requisitos de esa ley, se vio obligado a mostrar que la
obediencia absoluta a esa ley es una imposibilidad en lo que respecta a la raza
caída de Adán; y de ahí que "por las obras de la ley ninguna carne
será justificada delante de Él [Dios]". Si, pues, la justificación
y la vida eterna no pueden ser obtenidas por nadie mediante las obras de la
ley, ¿cómo podrían obtenerse? El Apóstol procede a mostrar que nuestro Señor
Jesús había guardado toda la ley irreprensiblemente, que así había asegurado
todas las recompensas prometidas a "aquel que hace estas cosas";
a saber, la vida eterna y todas las bendiciones divinas. El Apóstol muestra
además que, aunque nadie puede esperar la vida eterna guardando la ley, pueden
esperarla y obtenerla de otra manera: no haciendo obras que serían aprobadas
bajo el Pacto de la Ley, sino teniendo una fe que los aprobaría bajo el Nuevo
Pacto, y les aseguraría tal medida de la cobertura de la justicia de Cristo
como fuera necesaria para compensar todas las deficiencias e imperfecciones de
sus naturalezas que les impedían cumplir todas las exigencias de la ley. Así
nos dice: "La justicia de la ley se cumple en nosotros, que no andamos
conforme a la carne, sino conforme al espíritu" (Romanos 8:4).
El
apóstol Pablo no quiso decir ni por un momento que un mero asentimiento
intelectual fuera suficiente. Sus enseñanzas están en total acuerdo con la
declaración de Santiago en esta lección, que una fe que no produce esfuerzos u
obras hacia la justicia sería una fe muerta, una fe sin valor-o peor, una fe
condenatoria.
Tampoco
debe entenderse que Santiago ignore aquí la fe y enseñe que las obras de la ley
serían capaces o suficientes para justificar a los pecadores o hacerlos
herederos de la vida eterna. Es probable que algunos en la Iglesia primitiva,
habiendo llegado a comprender que Cristo es el fin de la ley para justicia a todo
aquel que cree (Romanos 10:4), y que
somos "justificados por la fe en su sangre (Romanos
5:9)", se fueran al extremo opuesto, como algunos hacen
hoy, afirmando que la conducta de la vida es irrelevante, si sólo se mantiene
la fe. Es probable que Santiago tuviera en mente a esta clase de personas al
escribir esta epístola. Por lo tanto, advierte al lector sobre este punto: que
no piense que una mera creencia o fe, que no deja huella en la vida y no va
acompañada de ningún esfuerzo por vivir de modo que sea agradable a los ojos de
Dios, sería una fe vital o que haría algún bien real. Por el contrario, ese es
el tipo de creencia que tienen los demonios.
Como
ilustración, señala que, al igual que una bendición no acompañada de comida no
satisfaría a una persona hambrienta, la fe no acompañada de obras no lograría
nada. Si se lanzara el reto: "Muéstrame tu fe sin tus obras",
sería muy difícil responder. ¿Cómo podría demostrarse la fe si no es con obras?
Por otro lado, sería tomar una posición muy correcta decir: "Te
mostraré mi fe por mis obras".
Abraham
es llamado el padre de los fieles; y de él está escrito: "Abraham creyó a Dios, y le
fue contado por justicia" (Romanos 4:3;
Galatas 3:6; Santiago 2:23). Pero, como señala el Apóstol,
la fe de Abrahán no era de las que no dan fruto de buenas obras y obediencia.
Por el contrario, Dios probó la fe de Abrahán, y su fe se demostró aceptable
por las obras de obediencia; la fe y las obras cooperaron en su caso, y deben
hacerlo en todos los casos, de lo contrario la fe no será aceptable.
Los
puntos que deben tenerse claramente en mente en esta lección son (1) que ninguna obra que los hombres
caídos pudieran hacer serían obras perfectas; por consiguiente, ninguna de
ellas podría ser aceptable a Dios. (2)
El cristiano es aceptable a Dios mediante el ejercicio de la fe bajo los
términos del Nuevo Pacto. Es esta fe la que cuenta en su aceptación, porque él
es incapaz de realizar obras que serían aceptables. (3) Su fe aceptable debe ser probada por sus esfuerzos para hacer,
en la medida de sus posibilidades, la voluntad divina. (4) Puesto que las obras por sí solas no justificarían, y puesto
que la fe debe preceder a las buenas obras antes de que éstas sean aceptables,
y puesto que las buenas obras, cuando son aceptadas, no lo son a causa de su
propia perfección, sino a causa de la fe que las hace aceptables, por lo tanto
se deduce que es la fe la que nos justifica donde las obras no podrían
justificarnos, y que las obras no dejan de lado la fe, sino que simplemente
atestiguan la autenticidad de la fe.
Hay
aquí una gran lección para todos los que desean agradar a Dios. Es nuestra fe
la que le agrada a Él; al principio no tenemos nada más; pero si la
fe permanece sola, sin esfuerzo para producir frutos de justicia en la vida, se
convierte en algo muerto, pútrido, ofensivo tanto para Dios como para el
hombre. Aquel cuya vida es de autogratificación y pecado deshonra y
daña cualquier fe que profese. Además, según nuestra experiencia, a quien no
vive en armonía con su fe no se le permite mantenerla por mucho tiempo. El
Señor envía "fuertes engaños para que crean la mentira" a los que tienen algo de fe sin los
correspondientes esfuerzos por hacer buenas obras. (2
Tesalonicenses 2:11).
Recordemos
que el pueblo del Señor son "epístolas vivas conocidas y leídas de
todos los hombres" (2 Corintios
3:2); que son las obras las que se leen más que la fe,
y de ahí la importancia del Texto de Oro, que debería ser cada vez más el
sentimiento de todo seguidor de Cristo: "Te mostraré mi fe por mis obras".
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