jueves, 20 de abril de 2023

LA RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR. (Marcos 16:1-8`;--`Mateo 28:1-15`; `Lucas 24:1-12`; `Juan 20:1-18)`


 "El Señor ha resucitado" -Lucas 24:34

El Apóstol nos enseña que la resurrección de nuestro Salvador es la garantía de la resurrección de la humanidad. "Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados"; "porque él es la propiciación por nuestros pecados [de la Iglesia], y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”, todos los cuales, tanto justos como injustos, saldrán de la tumba; y al aceptar a Cristo, someterse y seguir su guía implícitamente, podrán ser completamente vivificados  y restaurados plenamente a la perfección humana original perdida en Adán.

El Señor también enseñó esto, diciendo: No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo del hombre, y saldrán.”. Y Pablo dijo: “Habrá resurrección de los muertos, tanto de  justos como de injustos”. Esta doctrina de la resurrección es tan importante que el Apóstol declara que sin ella la esperanza y la fe de la Iglesia son en vano: “Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Y si Cristo no resucito, vuestra fe es en vano; todavía estáis en vuestros pecados. Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, porque mañana moriremos.” - 1 Corintios. 15:16-18,32

Esta doctrina de la resurrección es, sin embargo, poco oída o considerada hoy en día entre los cristianos profesos, al igual que la promesa de la segunda venida del Señor, en cuya presencia se llevará a cabo la obra de la resurrección. Está escrito que para esto murió Cristo, y resucitó y revivió, para ser Señor así de los muertos como de los vivos (Romanos 14:9). Es su voz la que despertará a los muertos y su sabiduría y gracia las que guiarán a todos los dispuestos y obedientes hacia la plena resurrección o restitución de todo lo que se había perdido. Esta es la consecuencia lógica de su gran sacrificio, que se cumplirá en su aparición y reino.

La primera tarea de su presencia es la reunión silenciosa e inobservada, como un ladrón en la noche, de sus elegidos: el despertar de aquellos que han dormido en Jesús y el perfeccionamiento y cambio de aquellos que están vivos y permanecen a su propia naturaleza y semejanza gloriosa. Cuando esto se haya cumplido plenamente, como debe ser durante este período de cosecha, seguirá la resurrección de los antiguos dignatarios. Entonces se establecerá y se manifestará al mundo el Reino de Dios, tanto en su fase celestial como terrenal, evento que tendrá lugar al final de este período de cosecha y tiempo de angustia.

Entonces habrá llegado la mañana de la resurrección y el Sol de justicia se habrá levantado con curación en sus alas. Sí, “el Señor ha resucitado” y su resurrección es la garantía segura de la resurrección de todos aquellos por quienes murió, primero la Iglesia y luego el mundo. 1 Corintios 15:12-23.

La forma en que se presenta el testimonio del hecho de la resurrección en los evangelios merece especial atención de los cristianos como prueba de tres cosas: (1) el hecho de la resurrección, (2) el cambio de naturaleza del Señor en la resurrección y (3) su identidad personal a pesar del cambio de naturaleza.

El hecho de su resurrección fue atestiguado de tres maneras: (1) por un terremoto y la repentina aparición de un ángel cuyo rostro era como un relámpago y su ropa blanca como la nieve, que hizo rodar la piedra de la entrada del sepulcro y se sentó sobre ella, y por miedo al cual los guardias temblaron y quedaron como muertos (Mateo 28:1-6). Fue atestiguado (2) por los hechos a los que el ángel llamó la atención: la tumba vacía y las ropas de sepultura dobladas, junto con la declaración de que había resucitado: “Y el ángel dijo a las mujeres: No temáis; porque sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, porque ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde yacía el Señor” (Mateo 28:5-6. Ver también Lucas 24:12). Y (3) finalmente fue atestiguado por el propio Señor resucitado, que se apareció a las mujeres y a otros más tarde y habló con ellos (Mateo 28:9; Juan 20:1-18).

Qué grande fue la recompensa de estas devotas mujeres, las últimas en la cruz y las primeras en el sepulcro, ansiosas por dar a los restos sin vida de su amado Señor las últimas muestras de su estima y amor. Permanecieron compasivamente junto a la cruz, contemplando sus agonías; fueron las plañideras que lo acompañaron al sepulcro por la noche; y estuvieron allí de nuevo antes del amanecer con sus preciosos ungüentos. En su afán por prestar este amoroso servicio, olvidaron el gran obstáculo de la piedra en la entrada. Pero el dulce aroma de su devoción se elevó al cielo y Dios envió a su ángel para eliminar el obstáculo y su celo fue recompensado con las más ricas muestras de su gracia. Fueron ellas quienes recibieron personalmente las bendiciones celestiales del ángel y del Señor resucitado y quienes tuvieron el honor de ser las primeras en llevar la buena nueva de la resurrección a los demás discípulos.

El milagro de la resurrección fue confirmado a los discípulos por la aparición repentina del Señor en medio de ellos en distintos momentos, y por sus enseñanzas y testimonios personales en esas ocasiones.

La transformación o cambio  de la naturaleza del Señor en la resurrección fue evidenciada con igual claridad que el hecho de su resurrección. Como prueba de ello, notemos que en ninguna de sus apariciones después de la resurrección fue reconocido por sus rasgos personales, a pesar de que todos los discípulos le conocían íntimamente y sólo habían estado separados de él por la muerte durante tres días. María lo confundió con el jardinero; los dos de Emaús caminaron y conversaron con él durante varios kilómetros, lo hospedaron en su casa e incluso cenaron con él sin reconocerlo. En todos los casos se les reveló no por su rostro sino por alguna expresión o tono familiar o enseñanza que rápidamente reconocieron como características personales de aquel a quien tanto amaban y reverenciaban.

Ahora podía entrar en una habitación con las puertas cerradas y desvanecerse o desparecerse tan misteriosamente como lo hizo en varias ocasiones. Esto concordaba perfectamente con su descripción de los poderes de un cuerpo espiritual: que podía moverse como el viento, ir y venir, sin ser visto (Juan 3:8), y con su afirmación: “Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra”. También concuerda con toda la información que tenemos sobre la aparición de ángeles entre los hombres. Venían de manera repentina e inexplicable, desaparecían de la vista tan misteriosamente como habían llegado y podían adoptar cualquier apariencia o rasgo que quisieran. Estas cosas nunca las hizo el Señor antes de su crucifixión.


“Todo poder me es dado en el cielo y en la tierra”


Observemos las distintas apariciones del Señor en diferentes ocasiones. En una ocasión se presentó como jardinero, en otra como forastero, en otra con las marcas y huellas de los clavos en las manos y la herida de la lanza en el costado, etc. En ninguna ocasión fue reconocido por sus rasgos de ocasiones anteriores, sino siempre por sus palabras, su voz o su conducta.

¿Por qué se adoptaron estos cambios de apariencia? Con el propósito de enfatizar el hecho de que los cuerpos que veían no eran su glorioso cuerpo espiritual, que ningún ojo humano puede contemplar. Y “aún no se ha manifestado” lo que es un cuerpo espiritual, “pero sabemos que cuando él se manifieste, nosotros [la Iglesia] seremos semejantes a él; porque le veremos tal como él es.” (1 Juan 3:2) Saulo de Tarso vislumbró una vez ese cuerpo glorioso, que brillaba más que el sol al mediodía (Hechos 26:13), pero quedó ciego hasta que recuperó la vista por milagro.

La remoción milagrosa del cuerpo crucificado de la tumba, que no sufrió corrupción ni se le quebró hueso alguno (Salmos 34:20; 16:10), fue necesaria para establecer en la mente de los discípulos el hecho de su resurrección. Si hubiera permanecido allí, habría sido un obstáculo insuperable para su fe; ni los asombrados guardias, ni los judíos, ni el mundo habrían podido creer que había resucitado, porque no podían comprender nada de la naturaleza espiritual y del misterioso cambio.

Presumir que el cuerpo glorioso de Cristo es simplemente el cuerpo reanimado de su humillación es negar la afirmación del Apóstol de que “aún no se ha manifestado” lo que es un cuerpo espiritual (1 Juan 3:2). Afirmar que ese “cuerpo glorioso” está desfigurado ignominiosamente por las heridas de lanza y púa y las crueles espinas, y que la carne que dio por la vida del mundo -como nuestro precio de rescate- la retiró, anulando así la obra acabada en el Calvario, está en contradicción directa con la afirmación del Apóstol de que “aunque hemos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no lo conocemos [así]”.

Queridos aspirantes y llamados a compartir su gloria, su naturaleza y su Reino, no perdamos de vista estas benditas garantías de nuestra gloriosa herencia con Él, que ahora es partícipe de la naturaleza divina y “la imagen misma de la persona del Padre” (Hebreos 1:3), a quien nadie ha visto ni puede ver y que habita en luz a la que nadie puede acercarse (1 Timoteo  6:15-16). ¡Alabado sea el Señor! “cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”, no tal como era; porque si él es tal como era, entonces nosotros también seremos tal como somos ahora. Si él todavía lleva las cicatrices ignominiosas del Calvario, entonces nosotros también llevaremos las cicatrices que nos desfiguran; y todo mártir mutilado quedará desfigurado para toda la eternidad. ¿Tiene el hombre mortal poder para dañar así a los santos de Dios? No, en verdad: serán “como él es”, “sin mancha ni arruga ni cosa semejante”.   R1816




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